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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

RICARDO ELÍAS

Hay algo misterioso en los relatos, reflexiones no dichas, pasajes omitidos. En “Un muerto de mal criterio” encontramos asados, hogueras, locura, compañerismo, pero también una visión sobre la literatura, una reflexión sobre su (in)utilidad y un recordatorio sobre el “sabor” de cada libro. Así, a través de una prosa ágil y paródica, Ricardo Elías nos recuerda lo bien que se puede pasar leyendo un cuento, sin pretensiones ni discursos, tan solo en el transcurrir de la vida bajo los hilos del autor.

Un muerto de mal criterio

Una vez mi abuelo adquirió un ejemplar pirata de Crimen y castigo en un puesto de libros callejero. Le costó barato. Tan barato como su pésima impresión, letra minúscula y sus páginas repetidas merecían. Era una tortura leerlo. Mi abuelo lo pasaba mal cada vez que lo abría. Aseguraba que nunca iba a guardar ese ejemplar en su biblioteca. Un mes después, cuando terminó el libro, lo echó a la chimenea.

La casa de mi abuelo era fría, su chimenea siempre presentó fallas. Que el tiraje… que la forma del hogar… que el tubo. Nadie nunca dio con el problema, pero esa noche, cuando Crimen y castigo fue a dar al fuego, la chimenea pareció revivir. Se encendió como una pira. Entibió desde el living hasta la última habitación. A partir de ese día, mi abuelo no dejó de echar libros a la chimenea. Hesse y Poe hacen buen fuego, decía, Hemingway no tanto.

—¿Y los libros de literatura chilena actual? –le pregunté una vez.

Mi abuelo movió la cabeza hacia los lados.

—Esos libros no calientan a nadie –recuerdo que dijo.

Un par de años después de la muerte de mi abuelo, fue a mi tío Heriberto al que le dio con la tontera, aunque no de la misma forma.

Heriberto era fanático de los asados. Yo lo acompañaba siempre. Conversábamos largo y tendido, atorados por las nubes de humo que surgían de la parrilla. Hablábamos de política, arte, historia, filosofía cotidiana. Podíamos estar horas dándole vueltas a un tema y a un pedazo de carne hasta alcanzar el punto de cocción preciso. Heriberto aderezaba cada trozo con una cantidad matemáticamente exacta de pimienta, salsa tabasco, gotitas de coñac.

Un día, no sé cómo, un libro fue a dar accidentalmente dentro del asador. Heriberto intentó rescatarlo de las brasas, pero el fuego se lo tragó casi de inmediato. Se trataba de El Socio, de Jenaro Prieto. Echando maldiciones al cielo, el tío Heriberto increpó a todos los presentes. Quién fue el huevón que dejó ese libro ahí; que los libros son caros; la llamarada que hizo surgir rostizó toda la carne. Los regaños solo se detuvieron cuando el asado estuvo listo y Heriberto probó el primer bocado.

Mientras masticaba, su rostro pareció aflojarse, sus cejas a arquearse. Sus párpados se cerraron lentamente, como si experimentara un inmenso goce. Yo estaba presente y lo vi.

—Nunca antes probé una carne como esta –confesó.

A partir de entonces, cada vez que Heriberto hacía un asado preparaba el carbón, ponía la carne sobre la parrilla y en un momento que solo él conocía echaba un libro al fuego. Katherine Mansfield le daba al lomo vetado una textura suave. Una novela de Camus hacía más jugoso el abastero, no así la plateada de cerdo, que con Bolaño alcanzaba su punto perfecto. El Aleph de Borges le daba al lomo liso un saborcillo ahumado y cualquier novela de Germán Marín un toque agridulce.

Comer un asado en casa del tío Heriberto los fines de semana era toda una experiencia. No sé cómo lo hacía pero la carne le quedaba increíble. Solo una vez la celebración se vio interrumpida, cuando Heriberto sufrió una indigestión. La causa fue un asado de picaña con un libro de autoayuda cuyo título ni autor recuerdo, afortunadamente.

Meses después, a Heriberto le dio con probar mezclas: unas paginitas de El Proceso, unos poemitas de Rimbaud, una pizca de cuentos de Cortázar. El resultado de estas preparaciones no se puede explicar con palabras. Solo había que estar ahí y degustar con deleite, acompañado de una buena copa de vino. Creo que ese fue el comienzo del fin.

El dieciocho de septiembre toda la familia se reunió en casa del tío Heriberto. Éramos cerca de treinta personas. Heriberto hizo una parrillada monumental, hasta pidió prestada una asadera adicional al vecino. Anticuchos, choripanes, lomos y filetes salieron y salieron durante todo el día hasta las tres de la mañana. Decenas de libros se quemaron en la acción. Cuando las visitas se marcharon, Heriberto caminó hasta su librero. No le faltó encender la luz para darse cuenta que ya no quedaba un solo título en sus anaqueles.

Sin dinero suficiente como para volver a comprar la misma cantidad de libros que antes tuvo, Heriberto se adentró en tugurios, sucuchos donde se podían adquirir varios ejemplares por pocas lucas. Pero se trataba de ediciones muy deficientes y los buenos títulos escaseaban. En poco tiempo comenzó a robar libros a familiares y amigos. Cada vez que era invitado a cenar a alguna casa, los libros desaparecían. Cuando ya no hubo más invitaciones, Heriberto continuó con las bibliotecas. No era raro pasar por el frontis de alguna y ver una fotografía de su rostro bajo la frase: Se prohíbe su entrada. Entonces ocurrió el pasaje de patetismo más extremo.

Contrató a un hampón con necesidades económicas para que le facilitara un arma y lo capacitara en técnicas delictuales. Premunido de un antifaz, Heriberto se puso a asaltar librerías como malo de la cabeza. Su cabeza, efectivamente, ya no andaba bien. Se volvió agresivo, nervioso. Cierto grado de locura, al parecer, fue consumiéndolo paulatinamente.

El tío Manuel fue el que hizo las gestiones. Pagó para que un abogado lo salvara de la cana y lo derivara a un centro de rehabilitación para individuos con trastornos de personalidad. Una especie de manicomio, pero mejor y más moderno.

Varios meses estuvo Heriberto metido allí, alejado de los libros. Sin embargo su salud comenzó a debilitarse. Su cara se adelgazó, sus ojos se hundieron y el ánimo se le fue a piso. Alguna enfermedad rara tiene que haberse pescado en ese lugar, porque de la cama nunca más se levantó. Yo estuve presente el día que el doctor dijo que Heriberto había sido trasladado a un hospital, que estaba en las últimas. Que del mes no pasaba.

Fui a su habitación. Lo pillé despierto.

—Antonio –dijo, con voz rasposa–, tú eres el único al que puedo pedirle este favor. Se trata de un gran favor, un último favor.

Yo no respondí. Tragué saliva.

—Quiero que me prepares un asado. Voy a decirte cómo, pero tendrás que conseguir un libro.

—¡Cómo se te ocurre que voy a hacer eso! –protesté–. Estás muy enfermo, los médicos no me permitirán hacer algo así.

—Antonio, por favor. Sé muy bien que voy a morirme. Te lo pido como un último deseo.

Miré al techo y masajeé mi cabeza.

—Antonio –dijo–, necesito que me prepares un filete con Un muerto de mal criterio, de Jenaro Prieto. Por favor, Antonio. El mejor libro que leí en toda mi vida.

Un muerto de mal criterio, pensé. Dónde mierda consigo ese libro. Por qué no mejor me pidió El Socio, que está en todas partes.

Esa tarde recorrí varias librerías escuchando en cada una de ellas lo que ya sabía: el libro está descontinuado, hace años que no se reedita, búscalo en una feria de libros usados; y eso hice, sin mayor suerte. No hubo caso. Encontrar un ejemplar de esa novela era imposible. ¿Quién podría tener uno?, me pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Yo tenía una edición del libro. Me lo había regalado un profesor de literatura hace diez años y lo atesoraba como si fuera mi hígado, sobre todo por un detalle: estaba firmado por el mismísimo Jenaro Prieto. No iba a quemarlo por nada del mundo, así que seguí buscando. Me paseé por todo Santiago. Recorrí San Diego de librería en librería. Visité varias bibliotecas públicas y las respuestas fueron siempre las mismas: la única edición que existe es de 1926, nosotros nunca lo tuvimos.

Regresé a casa. Me acerqué a la repisa de los libros y busqué con la vista el ejemplar que yo guardaba. No lo saqué del librero, ni siquiera lo toqué. Lo único que hice fue mirarlo un rato largo. Busqué un vino en la cocina. Lo descorché. Me serví una copa tras otra solo para darme el valor suficiente de poder sacarlo del librero. Cuando lo tuve en mis manos leí y releí la firma del autor en esa primera hoja amarillenta: "Al sentido común, con el respeto que merece un adversario franco y decidido. Jenaro Prieto". Repasé algunos pasajes memorables de la novela hasta más o menos las seis de la mañana. Pensé en Heriberto y volví a mirar el título. Mal que mal es un objeto material, me dije. Siempre decías que no es bueno aferrarse a las cosas materiales. Mira, entérate de lo que estoy haciendo. Voy a cometer el crimen más grande que alguna vez cometí solo porque tú me lo pediste.

Descorché otra botella. Busqué carbón. Limpié la parrilla, encendí el fuego y procedí. Al terminar puse la carne al interior de un recipiente. Llené mi copa con el concho de vino que quedaba. Solté una carcajada grotesca que me hizo estremecer los músculos del torso. No recuerdo más.

La resaca fue dura al otro día. La cabeza parecía que iba a explotarme. Llevé al hospital el encargo escondido al interior de un bolso pequeño. Ingresé a la habitación de Heriberto y me detuve bajo el dintel de la puerta. La cama estaba rodeada de doctores, enfermeras y gente con delantales color pastel. Al oírme llegar, giraron sus cuellos. En ese momento la resaca se esfumó.

—Acaba de fallecer –explicó alguien–, hace dos minutos. Su corazón no pudo más. Lo lamentamos profundamente.

Salí al pasillo sin entender lo que estaba ocurriendo. Regresé a casa con una sensación inconclusa. No sabía muy bien lo que sentía ni si lo que debía sentir era pena, consternación o desdicha, o todo al mismo tiempo. Desconocía si me afectaba más la muerte de Heriberto o la quema inútil de mi libro. Tiré el recipiente con la carne sobre la mesa. El golpe hizo saltar la tapa y el jugoso filete se desparramó encima. Lo observé durante algunos segundos. La boca se me hizo agua, las tripas se remecieron al interior de mi estómago.

Cogí un tenedor. Lo levanté y cuando iba a pinchar la carne algo me detuvo. ¿Qué pasaría si me llegaba a gustar? Heriberto me dio la receta antes de morir, con todos los detalles. Podía hacerlo cuantas veces quisiera. Podía terminar igual de loco que él. Cerré los ojos e intenté contenerme mientras sentía cómo las puntas de acero se abrían paso a través del espeso tejido muscular.

De Expediciones al Núcleo de la Zoología Moderna, (2020).

Ricardo Elías (Santiago de Chile, 1983) es autor de Cielo fosco (Librosdementira, Chile, 2014), la novela A la Cárcel (Pukiyari publishers, Argentina 2017; Alto Pogo, 2018) y la colección de cuentos Expediciones al núcleo de la zoología moderna (Libros del Fuego, Venezuela, 2020). Sus textos han sido publicados en antologías de Chile, España y Zimbabwe. Actualmente reside en la ciudad de Barcelona.

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