# 3

saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

MISAEL ROBLES

Decía Gaston Bachelard que la casa es el lugar psíquico por antonomasia, con sus escondites, cajones, escaleras y ventanas que ocultan o dejan ver a través. Un espacio de acogida del que somos prontamente expulsados pero que persiste en los dobleces de la memoria, como si cada lugar en que vivimos contuviera el fantasma de esa casa anterior. “Caracol”, de Misael Robles, explora la imposible geometría de los espacios superpuestos del sueño, la experiencia y la memoria, y lo hace con una prosa audaz que no tiene miedo a perderse en los rincones para, de pronto, trazar una vía de escape.

Caracol

Al regresar a casa tropecé con los escalones de la escalera, lo que me hizo voltear con cierta sorpresa. Creí que la memoria de la casa primera era indeleble y que el resto de habitaciones eran un simulacro apenas recordado de aquel espacio y que el habitar, tan lejos como se partiera, replicaba necesariamente los gestos originales que abrían los picaportes y trepaban el peralte de las escaleras. Admití que la infancia tampoco era mi patria.

El mío ha sido un inconsciente expulsado y vagabundo. Incapaz de hallar refugio en una casa, en una persona o en un interior. Desde el principio me descubrí como un visitante asiduo de los rincones: me gustaba esconderme, hice chozas rústicas con cobijas y palos, me arrinconaba en una esquina para sentirme protegido. Los rincones, siempre la fascinación por los rincones. Dentro de una casa que se erigía con lentitud e impulsada por el ruido y los impulsos de los otros, cultivaba pequeñas cuencas donde acurrucar mi cuerpo ovillado. He sido siempre un animal de humedades. Lo que pudo ser un simple juego infantil se tornó manía cuando, en la cumbre de mi desarrollo, seguí replicando los rituales de niñez. Así, nunca habité una habitación entera cuando llegué a tenerla, sino pequeñas atmósferas cóncavas que me permitieran respirar la calma de un vientre. Regresiones que despertaron la sospecha de mis semejantes. Es imposible describir el gusto de acostarme en una esquina remota de una casa recién visitada. En aquellas amplitudes (a la gente de casas grandes le gusta el aire, la luz, los techos altos) encontraba la estría mínima que me daba la percepción, solo con la conciencia de que su existir correspondía a un descubrimiento personal, de poder habitar aquel espacio inconmensurable. Es imposible describir el asombro y el rechazo de los otros cuando me ven, aún hoy en día, tumbado en un rincón que gracias a mi presencia descubren y que creían improbable en una casa depurada de curvas.

Cuando un músculo está deteriorado no podemos moverlo sin dolor. Las estructuras corporales se revelan sanas cuando son capaces de cambiar de posición, intensidad, traslación. La fuerza del conjunto muscular se traduce, más que en la rigidez de sus estructuras, en la capacidad de cambio. A mi vuelta, mi mente, músculo metafísico, atravesaba el deterioro. No podía concebir las contradicciones de mi regreso, mucho menos comprenderlas. Al abrir la puerta del zaguán de lámina, lo hice con el automatismo que dicta el hábito. Los pocillos descascarados con asiento de café seguían sobre la estufa, las plantas estiraban sus raíces en las cubetas de pintura, en el tendedero se extendía al aire un trapo sucio y desgarrado. He vuelto a casa. Pero los tropiezos, el paulatino olvido de la ubicación de las llaves del grifo, la mirada involuntaria a un espejo que no se encuentra pegado a la pared, me revelaron un desfase y arruinaron la reconciliación.

Desde que me expulsaron me fui desenvolviendo en lo que columbré como una escapada lineal. Meteórica y lineal. No me daba cuenta que cada cierto tiempo pasaba por los mismos lugares. Del mismo modo, esta casa se ha ido desarrollando como una espiral natural. Ha ido pasando, también, por los mismos lugares. El enrollamiento inició cuando aún me alojaba entre sus muros. Recuerdo un día donde, con reproche y sorna adolescentes, les dije "esto parece un caracol" aludiendo a la curvada disposición de las escaleras que llevaban a un segundo piso hipotético e igualmente redondo. Estaba ansioso de ángulos, quería rectas y simetría. Buscaba esa particular dureza de habitar que tienen las casas muy perfectas o los cuartos abandonados de las civilizaciones desaparecidas y que la muerte las ha dotado de una rigidez inhumana. Me vieron con desdén, acaso con tristeza, y aunque alguno abogó por que no se me molestara, el resto eligió el ostracismo. La expulsión definitiva fue un suceso ineludible.

Lo esperé con paciencia y cuando llegó lo confundí con la fundación de mi propia historia. Más que una historia, lo que vino fue un itinerario. Renuncié a las palabras, me cambié el nombre, abarqué numerosos puntos de un mapa imaginario. Aunque daban una calma momentánea, las rectas o las parábolas simples nunca me dieron la comodidad de los resquicios que había descubierto cuando mi cuerpo era débil y mi persecución solo se sospechaba. Quería geometría. Geometría: comúnmente asociada con la rigidez, tal vez por los recuerdos infantiles de reglas y compases. Pero la geometría es encargada de figuras sinuosas, de las curvas más arriesgadas. No es más severa ni más precisa en su procedimiento que las palabras. Atribuí la incomodidad a la imperfección de mis trazos, a la impericia de una mente, creía, condenada a la holgura. Retomaba la escapada pero luego me descubría de nuevo hambriento de un resquicio donde descansar. Entonces, y con gran vergüenza, me desnudaba y me acovachaba en alguna concavidad humedecida.

Disposición para la concha, el breve espiral, el rincón. Mi mente paralizada no apresaba más que una percepción suelta tras otra. Las torpezas de las manos demostraban que la vuelta también era inútil y si alguien me viera desde fuera creería que estoy a punto de formular una pregunta. He retomado brevemente la palabra para describir una llegada improbable. Solo ahora diría, ya no con reproche, sino con encanto: "esto parece un caracol". Casa como mi espíritu, contradictoria, porque puede ser vista, en paralelo, como un amplio espacio continuo o como una espiral generosa en rincones posibles. En este espacio se identifican dos de mis potencias más evidentes, acaso directrices: la del escondite y la de la severidad. Ánimo de caracol, reminiscencia de vicios y gustos heredados y que solo en tiempos recientes identifico y nombro como míos. Quizás demasiado tarde, pues ahora la casa, como yo, está vacía.

Misael Robles (Ciudad de México, 1998) es traductor de contenido aliterario, sin ningún libro recientemente publicado o que quisiera destacar, sin premios ni reconocimientos ni nombre en ningún círculo editorial. Experiencia de dos años dando clases de idiomas y enviando cuentos a revistas, sin éxito hasta la presente publicación.

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